Arcadia Hardin había subido
meteóricamente en la escala jerárquica de la seguridad planetaria,
bien por sus grandes acciones o bien por sus antecesores en el cargo,
todos familiares. Sus grandes acciones eran, a los ojos de los jefes,
lo que le diferenciaba del resto de tenientes. Arcadia no tenía
reparo, ni le temblaba la mano al ejecutar cualquier orden. No hacía
preguntas, solo cumplía con eficacia, como un bisturí seccionaba la
piel, con precisión y frialdad. Si alguna vez tuvo sentimientos,
nunca lo había demostrado. Su rostro, por lo general totalmente
tranquilo, sin la más mínima mueca o gesto, que denotara algún
estado de ánimo, de vez en cuando dejaba entrever una media sonrisa
de desprecio ante sus jefes, unos parásitos acomodados, que solo
chupaban la sangre del gobierno, lleno de ratas inmundas. O eso era
lo que pensaba la teniente Hardin.
Era tal su ansia de poder, que había
dejado de lado su noviazgo, con un alto cargo militar, solo porque le
quitaba tiempo en su entrenamiento o en sus misiones. Le dejó
plantado en el altar, y marchó a Myrias, el planeta vecino, en busca
de unos contrabandistas de mercancía nuclear robada. Obvia decir que
los detuvo, torturó y obtuvo todo lo que quiso. Pero eso es algo que
se presupondrá a partir de ahora, Arcadia siempre gana.
Ahora estaba sentada en la nave, de
vuelta a Debulón V, su planeta natal, acompañada de las dos
prisioneras que habían hecho en la estación. Las dos chicas habían
sido dormidas y esposadas, a espera del juicio que tendrían más
adelante. Arcadia resopló, miró su reloj, el cual cambiaba
automáticamente a pesar de los saltos hiperespaciales, gracias a un
complejo sistema de recopilación de coordenadas de estrellas, que le
permitían hacer una triangulación de su posición. Se levantó, y
sin excusarse ante nadie, se marchó a su camarote, a repasar algunas
notas que había obtenido investigando las vidas de las detenidas.
Una era hija de grandes cargos en el planeta del que venían, el cual
no encontraba el nombre, pero la otra era la que le suscitaba mayor
temor y fascinación. Tryf se llamaba. Parecía haber surgido de la
nada, adoptada por un mercader, sin ninguna referencia a sus padres
biológicos, y eso era algo que la perturbaba, pues en estos tiempos
nada solía escapar al control gubernamental. Cuando despertaran,
tendría una charla con ellas, antes de que los peces gordos les
pusieran las zarpas encima durante el juicio.
Llamaron a la puerta, abriéndose
accionada por el pie de Arcadia, pulsando un botón en la pared.
-Teniente Hardin, una de las
prisioneras ha despertado, y solicita audiencia con usted.
Cerró el libro de notas, mientras
levantaba la mano haciendo un gesto para que se marchase. Recogió el
taladro neuronal, por si necesitaba usarlo.
La chica estaba sentada, con la mirada
fija en la pared, el traje lleno de hollín, desgarrado en algunas
partes. El pelo negro le caía sobre los hombros, y cuando algún
mechón le cruzaba el rostro, tenía que soplar para quitárselo,
pues tenía las manos atadas. Dirigió una mirada gélida a su
captora, que entró sin más compañía que su ego, que parecía
inundar la habitación.
-Alexia Zhukov Guderian, artificiera.
No tienes pinta de artificiera. -recalcó la teniente.
Dejó sobre la mesa el taladro, pues
suponía que la chica que tenía frente a ella no lo reconocería, y
apoyó la cabeza en su mano izquierda, tamborileando con la derecha
la mesa metálica.
-¿Qué hago aquí? -preguntó Alexia.
Arcadia sonrió, mostrando una hilera
de dientes blanquísimos.
-Las preguntas las hago yo. Empecemos
por ahí. Pero te contestaré, hoy estoy de buen humor, ¿sabes por
qué?
Alexia no hizo el menor gesto,
simplemente la siguió mirando con fijeza.
-Huelo el ascenso. Inspectora. Suena
bien, ¿eh? Inspectora Arcadia Hardin. Se iban a acabar muchas
tonterías, desde luego. Bien, te contestaré. Tu amiga y tú habéis
matado a un alto cargo debuloniano, de misión importantísima en la
pútrida estación esa. Y debéis pagar por ello.
Un leve gesto se le escapó a Alexia,
enarcando una ceja, mostrando una leve sorpresa ante la palabra
“debuloniano”.
“Parece que no teníamos razón, no
estaba loco. Fhreklay simplemente era un traidor.”
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